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Una tarde pandémica en Quito, mientras estábamos todos aislados en casa aterrados por un asesino invisible llamado COVID-19; recibí la llamada de un desconocido que me paralizó, recordándome la crueldad de los asesinos visibles.
Era Leo llamando desde una lejana isla del caribe. Me pidió cinco minutos de mi tiempo para contarme su caso. Accedí sin saber ni estar preparado para lo que iba a escuchar.
Leo es el padre de Paula. Una hermosa niña de 4 años que vivía con su madre y su padrastro en el Ecuador. Ellos, personas supuestamente educadas y “racionales” debían amarla, protegerla y cuidarla ante la ausencia física de su padre que se ganaba la vida peso a peso en una isla; pero no, la habían asesinado como ni los más viles animales se atreven a hacerlo.
¿Escuche bien? Sí. La habían asesinado. Y no solo eso, habían paseado por horas en el auto con su tierno cuerpecito aun caliente, desde su casa hacía la florícola de su padrastro con la intención de deshacerse de ella sin dejar rastro. Finalmente, no se les ocurrió mejor coartada que llevarla a un hospital, aparentemente inconsciente, cuando sabían que había estado muerta más de 24 horas, alegando una supuesta caída ocurrida en el baño del negocio de los asesinos.
La habían asesinado tal vez porque sus juegos y risas eran un estorbo para sus estúpidos y asquerosos intereses de adultos. En esta historia, no cabía ni la ignorancia, ni pobreza, ni el vicio como escusas. La habían asesinado y junto a ella habían asesinado a su padre, Leo.
Leo supo decirme que yo no era el primer abogado que contactaba, era el cuarto. Los tres anteriores lo engañaron o al menos pretendieron abusar de él de una u otra forma. El hombre estaba desesperado, había escuchado que yo era un “abogado caro”; pero no tenía nada que perder, consiguió mi número y me llamó. Lo peor que podía pasar era que yo resulte como el resto.
Cuando escuchaba el relato de Leo, solo podía pensar en mi hija, quien también vive en un país distinto al mío. Pensaba en el dolor desgarrador de este padre, en su tristeza y en el despecho que sentiría hasta Dios al ver una de sus más tiernas criaturas muerta, abandonada en un baño público a manos de su madre y su pareja. Maldito sea el Mundo lleno de animales como los humanos.
Tomé el caso inmediatamente. De dinero ni hablar, honorarios cero y todos los gastos que pudieran aparecer correrían por mi cuenta. Traje a Leo a Ecuador y empezamos juntos una feroz lucha que no sabíamos cuánto duraría hasta alcanzar justicia para un ángel.
Las serpientes son resbaladizas y se escurren de las manos de la justicia, más aún cuando tienen amigos y cómplices dispuestos a ayudarlas a cambio del pervertido y vil metal y no lo podíamos permitir.
Las pericias determinaron que Paula murió horas antes de que sus asesinos entreguen su cuerpo y fueron contundentes en refutar todas y cada una de las coartadas de los asesinos.
En cuanto a los filicidas. Fueron ambos sentenciados por la muerte de Paula. El padrastro está preso en el centro de rehabilitación social de Latacunga, en Cotopaxi. La madre, que tenía medidas alternativas a la prisión hasta que su sentencia se encuentre en firme, cual serpiente, ayudada de miserables funcionarios, se fugó del país eludiendo su pena.
El 9 de marzo de este año, la Corte Nacional de Justicia ratificó la sentencia en contra de los dos asesinos. Nuestro ángel tuvo a cuentagotas justicia terrenal, se que la Celestial será implacable.
Leo por fin puede mitigar en algo el hueco que tiene el alma. Leo ahora vive en Quito, trabaja conmigo y me ayuda diariamente a seguir peleando para obtener justicia para otros ángeles como Paula, que desafortunadamente no faltan en nuestro país.
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