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33 años median entre dos escenarios similares. 1990 y 2023 resultan ser análogos en cuanto a violencia política, aunque en dos países distintos. En ambos casos, los blancos fueron candidatos presidenciales y, de la misma forma, oscuros intereses provenientes del narcotráfico y de la propia institucionalidad son los principales sospechosos.
Las elecciones presidenciales colombianas en 1990 encontraron a una sociedad bañada en sangre, debido a una guerra interna desatada por los carteles de la droga de Medellín, liderada por Pablo Escobar, y el de Cali dirigido por los hermanos Gilberto y Miguel Rodríguez Orejuela. En medio de ellos, sobrevivía toda una ciudadanía que puso los muertos en cientos de atentados con coches bomba que eran noticia diaria en los informativos de aquel entonces.
Esa guerra también impactó a la política. Ambos cárteles sabían que debían enviar claros mensajes de terror a una nación desde ya aterrorizada. Fue así que aprovecharon la elección presidencial de 1990 para ello, y el 18 de agosto de 1989 cayó su primera víctima: el candidato liberal Luis Carlos Galán, quien se perfilaba como el más posible ganador de la contienda electoral, fue asesinado a tiros en Soacha, Cundinamarca. Siete meses después caería el segundo: Bernardo Jaramillo Ossa, candidato presidencial del partido comunista de Colombia, a quien lo mató un sicario de 16 años en el aeropuerto El Dorado, de Bogotá el 22 de marzo de 1990. Finalmente, un mes después, el 26 de abril de 1990, sería asesinado a tiros en medio de un vuelo comercial Carlos Pizarro Leongómez, quien fue líder del movimiento guerrillero M-19 y candidato presidencial por esa organización, tras haber entregado las armas meses antes.
En todos esos homicidios hubo un denominador común: el crimen organizado de los cárteles penetró hasta los cimientos mismos de las instituciones del Estado, relajando a los cuerpos de seguridad que facilitaban los asesinatos. Colombia debió esperar alrededor de 10 años para que culminara un proceso de pacificación entre estas organizaciones y que el Estado volviese a tomar control de la seguridad.
33 años después ocurrió algo que ya muchos venían advirtiendo: las elecciones presidenciales del Ecuador podrían convertirse en blanco de ataques violentos por parte de grupos del crimen organizado, cuya influencia ha desbordado absolutamente el control del Gobierno. Y algunos rememoraron el caso colombiano de tres décadas atrás. Nadie tomó tan en serio el vaticinio hasta que sucedió lo inverosímil: Fernando Villavicencio, candidato de la centro derecha, recibió tres impactos fatales de bala al salir de un mitin que acabaron con su vida casi instantáneamente. Éramos testigos de una reedición de la Colombia de los noventa en el Ecuador de 2023.
Y no, no se trata de un crimen político. Es un crimen contra la patria, un crimen contra el Estado, un crimen contra la sociedad ecuatoriana. Con Villavicencio, los criminales mataron la última noción de país independiente que teníamos. La última noción de hogar colectivo que nos acoge a todos con la garantía básica de, al menos, respirar en paz.
Al igual que en la Colombia de 1990, el Ecuador de 2023 nos deja una experiencia dura, pero clara e ineludiblemente aleccionadora: cuando hay un vacío de poder (poder que debe ostentar la sociedad a través del Estado y ejercerlo mediante su gobierno), otros llenan ese poder. Y esos otros son los grupos marginales al Estado, que siembran su propia ley y hacen su propia justicia violenta con la que deciden quién vive y quién muere.
Por ello, más que elegir a un presidente, las y los ecuatorianos debemos elegir si queremos seguir teniendo país o no. Y esa elección no se hace cada cuatro años, sino todos los días.
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